Policiacando
Podía sentir el calor creciente de su tabaco, consumiéndose en trayectoria hacia sus dedos. Disfrutaba cada fumada como si fuera la última, hacía mucho tiempo que no lograba juntar lo suficiente para una cajetilla. Se había convertido en un mendigo del vicio. Odiaba que la gente no lo mirara; odiaba abrir la puerta y conocer rostros sabiendo que para ellos era invisible. Sólo el tabaco le salvaba del tedio. El alcohol es otra historia, a ese hay que hablarle con respeto. Del velador no había queja; era especialista en no llamar la atención: virtud y tragedia. Vivía como mosquito, pegado al foco de la caseta de vigilancia; el edificio era su casa, su pasado y su presente. Afuera nada existe, es un enorme vacío pavoroso. Uno podía encontrarlo en su puesto a cualquier hora, cuidando de día y bebiendo siempre de noche. Finalmente tuvo que arrojar la colilla del tabaco, comenzaba a rasparle el humo del vicio regalado. El del 304 llevaba todo un mes regalándole cigarros; se estaba volviendo sospechoso. Hace tiempo que no lo visitaba la rubia de labios plásticos, al menos no había vuelto a verla desde aquella noche en que los oyó discutiendo de camino al ascensor. Nunca supo qué fue lo que pasó. Al día siguiente de dicha discusión, escucho a la del 302 quejándose por teléfono sobre los gritos nocturnos de la rubia. La oyó decir que había estado a punto de llamar a la policía. Desde hacía tiempo se estaba haciendo evidente que el del 304 sólo pasaba unas cuantas horas a la semana en ese departamento. Para nadie era un misterio que la rubia llenaba los huecos en el corazón de un hombre casado. La del 302 se jactaba de haber conocido a la esposa, afirmándolo como si por ello fuese mejor persona, hablaba de ella como de una santa mujer consagrada al cuidado de los hijos abandonados. Por supuesto que no debemos olvidar que el marido de la del 302 hacía mucho que no se aparecía tampoco y para ella todo hombre era sinónimo de traición. Después de regalarle el cigarro, el del 304 había salido en su auto. Lo más probable es que no regresara hasta la próxima semana. Dijo “buenas noches Don Eulalio, ¿gusta un delicado?” y a pesar de sospechar malas intenciones en ello, el velador aceptó el regalo. Cerca de las tres de la mañana comenzó a sentirse culpable. El cigarro regalado no era más que un soborno, y él lo sabía a pesar de que su mente se negaba a aceptarlo. El cigarro estaba destinado a cerrarle la boca; el velador sabía que no había vuelto a ver a la rubia y hasta ahora no había querido preguntarse sobre ella. Sabía que la noche de la discusión tampoco la había visto salir. Es cierto, había bebido esa noche pero lo recordaría. La rubia acostumbraba a guiñarle un ojo cada vez que lo veía, como si estuviera haciéndolo su cómplice en algo. Sintió el humo de la última fumada hasta su estómago. Tuvo que sentarse. Recordar a la rubia, a su guiño de ojos le trajo a la mente el sonido de su llanto aquella noche que discutían. Lo había olvidado pero ahora lo tenía muy claro: ella repetía una y otra vez que esa sería la última vez. Algo tuvo que pasar en el 304. A él le correspondía averiguarlo y eso haría. Tomó sus llaves y se encamino por la escalera, no quería que nadie le viera y el ascensor siempre estaba ocupado. Cuando se acercaba ya al tercer piso escuchó que la entrada a las escaleras se cerraba con violencia. Se detuvo, y en el mismo instante en que iba a continuar su camino la luz se apagó. Cuando llenó la solicitud para el empleo de velador no tuvo que exponer sus miedos (que eran muchos) a la obscuridad. No tuvo que hablarles de aquella ocasión en la que se quedó solo, olvidado y encerrado en cuatro paredes durante días. Era sólo un niño cuando su madre murió. Acostumbraba dejarlo encerrado en casa cada vez que ella salía. A nadie había contado la historia de ese jueves en el que su madre partió para jamás regresar. El piso de abajo todavía tenía luz. El velador decidió regresar, su investigación tendría que hacerla de día. De bajada se topó con la del 302 quien iba de camino al acopio de basura. Le llamó la atención el enorme paquete que ella arrastraba a través del estacionamiento. Era una enorme caja humedecida en una esquina por un liquido marrón. “Buenas noches señora”, dijo el velador, “¿necesita ayuda?”. Ella se quedó mirándolo directamente a los ojos como tratando de descifrar esta sencilla pregunta “yo puedo sola” dijo, “jamás he necesitado a un hombre para nada”. Iba a dejar que se fuera pero recordó el asunto de la rubia y se animó a preguntar: “disculpe, usted recuerda a la rubia que visitaba al del 304?” La señora abandonó el paquete y se acercó lentamente hasta el velador, “esa pecadora merece ser olvidada por todos” y continuó con el arrastre de la gran caja. |
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