umbilical
y tenía esa cara de panza llena sumida en la velocidad del instante. Ojos presumidos de haberse quedado olorosos de esta tarde, ventilando secretas geografías de la piel desdoblada entre sus pestañas, así. Con la espalda dando chasquidos y asomada desde aquella hierba-cabellera, enfilaba hacia la regadera para quitarse el caramelo pegajoso de sus dedos.
Del CD de Schubert sólo queda la caja y un eco transformado en la memoria de otros dedos en la misma cabellera.
Por superstición no se mira en el espejo; acodada en un rincón contra el azulejo frío, construye círculos del vapor que respira matizándolo de opaco. Gira como si el ombligo quisiera arrancársele y hundirse entre las sombras que ella no ocupa. Los pies aplauden contra el piso intentando pisar dos veces el mismo punto, ese que no ha querido ver duplicado en el espejo. Rompiendo las olas de una trenza desdibujada, agita la cabeza y pierde al ombligo... debajo de aquel otro pie.
Esperanzada, regresa al estante donde dejó la memoria de Schubert y de los dedos y de un cabello respingado. No duda, ahí debe haberse ido, esperando que se tratara de uno de esos rincones que de pronto pierden la justificación de su existencia y, por tanto, se olvidan. La caja seguía vacía sin embargo.
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