Narciso
Estaba como encogida en esa silla plástica. La espalda pegada al respaldo entre el sudor y el sol. Caminaban las palomas con el cinismo de ser una peste incontrolable. Busqué un sombrero obscuro, una pluma en la solapa, un caminar derretido. Mis ojos en los charcos se duplican, pierden brillo y me parezco a la mujer de ayer bajo el paraguas: sin rostro y con prisa.
Caminaba por el borde de la banqueta, amarillo prohibitivo. Había crustáceos en el menú colgado de aquella puerta. Me sonrojé al descubrir que alguien había puesto mi nombre a un platillo (menos mal que era un filete y no algo tan desagradable como un caldo). Tomé la publicidad de manos del repartidor, no necesito que reparen mi refri. Levanté la vista hacia el otro extremo de la calle y justo en ese momento encontré la mirada.
Fija, transparente, hecha de agua filtrada en piedras. Tu parpadear espantó a las palomas pero tuvo efecto contrario conmigo. No dejo de verte. No puedo dejar de verte. El aire se aligeró, por un breve instante podría jurar que brotó neblina de las alcantarillas para bloquear cualquier otra imagen aparte de ti. Aparición, frío insomnio, canela para mi lengua.
El día cerró mis ojos, por eso supe que estabas ahí. Caminabas igual que yo. También debió dolerte la espalda a juzgar por tu andar. Tus labios también se entreabrieron. Estabamos tarareando a Alberti con la música que le puse.
Sólido, traslúcido y reflejante. Me parezco al vidrio que me saludó ahí enfrente. Agua filtrada en piedras, tu mirada. Tus ojos son también los míos.
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