miércoles, septiembre 19, 2007

Glenn Gould - Bach Partita No.6 (1 of 3)

jueves, septiembre 13, 2007

América latina

América latina nace de una contradicción: por un lado, se constituyó como tal al independizarse de Europa y por otro, le debe su existencia. La pregunta por el ser latinoamericano se ha convertido en una especie de fantasma que nos recuerda tanto un pasado de sujeción como un presente inestable El pasado como recurso natural para construir una memoria histórica nos es limitado y mirar atrás resulta aterrador por encontrarnos frente a la posibilidad de no hallar a nadie. El presente es un reflejo de esa historia fragmentada, y al mirarnos en ese cristal no podemos sino creernos monstruos. El futuro, sin embargo, es la eterna promesa gestada por los milenaristas visionarios y plantada en nuestra cosmogonía desde entonces, Uslar Pietri en “La otra América” glosa al respecto:
Había un más allá en el espacio y el tiempo donde todo sería bueno y abundante […] Más importante que lo que había era lo que se podía hacer […] No venían a sojuzgar ciudades y países sino a fundar lo que no existía y sin tomar mucho en cuenta lo que existía. (págs. 10-11)
El sentimiento americano nace de la convicción de ser en verdad un Nuevo Mundo. Asumirse como la novedad, resultó en la incapacidad de reconocer la identidad en el pasado. Desde que se comenzó a concebir como un espacio único y diferenciado de Europa, América latina ha tenido que enfrentar la enorme distancia con su pasado y el gran vacío dejado por el dominio de ultramar. Al notarlo, muchos pensadores optaron por una de dos soluciones. La primera, basada en una nostalgia romántica, pretendió recuperar el pasado prehispánico. Un ejemplo claro es José Carlos Mariátegui, escritor peruano quien hizo una interpretación marxista en un proyecto de asimilación del mundo indígena peruano, estaba convencido de que el pueblo Inca sostenía un sistema socialista primitivo sobre el cual la colonia significó un retroceso.
La segunda posibilidad era la de asumir el pasado perdido pero sin perder de vista la historia reciente que nos vincula con Europa. Ligarnos aunque fuese levemente con la potencia de la cual recién nos habíamos independizado resultó escandaloso para muchos y provocó algunos otros problemas. Al aceptar la deuda con Europa no podía evitarse la comparación sanguinaria que dejaba a América latina en una situación de rezago casi insalvable. Eugenio María de Hostos en su ensayo “América latina” estructura una defensa al continente en principio frente a la comparación con Europa diciendo que:
Diecinueve siglos de lucha intelectual ha sostenido Europa con su ignorancia y su barbarie […] y los jueces de la América Latina pretenden que estos pueblos recién salidos de la barbarie colonial, hagan en unos cuantos años de reacción portentosa contra ellos, lo que no ha hecho en diecinueve siglos la civilización europea.
Posteriormnte, Hostos se enfrenta a la comparación con los Estados Unidos de quienes dice que han mostrado tener más buena suerte que aptitud. El autor asume el binomio civilización-barbarie para intentar demostrar no que en A.L. no hayamos sido bárbaros sino que en Europa también lo fueron y sieguen siendo. El Nuevo Mundo para él, no es tanto una geografía virgen de los pecados europeos sino un nuevo campo de estudio de condiciones particulares aún por conocer.
Es, precisamente, con la comparación frente al occidente que Bolívar lanzó su enorme convocatoria. En su “Discurso de Angostura” hay una profunda apelación a la corrección. La búsqueda de organización debe por tanto, tomar en cuenta los errores y consecuencias del pasado. Muy inspirado por Rosseau, Bolívar dicta que el hombre ha sido señalado a la grandeza; que su condición natural le hace posible acceder a la libertad. Sin embargo, dos cosas hay que considerar según Bolívar para la particular organización de la patria: la naturaleza (en el sentido de Rousseau) y el carácter que le es propio.
Décadas después, el filósofo mexicano Leopoldo Zea recuerda el principio cartesiano de la igualdad: “todos los hombres son iguales en la razón”. Sin embargo reconoce la existencia de otro orden que permitió justificar la discriminación; el orden natural que hace que una raza sea distinta de otra y que provoca que la evolución de una cultura siga procesos distintos de otras. Zea advierte el uso particular que se le da al término “naturaleza” durante la modernidad: lo natural era lo opuesto al hombre, aquello que se debía dominar y ser “vencido por el hombre para que éste alcance su libertad. Liberarse, dominando a la naturaleza es la consigna del hombre moderno”. La intención de Zea es el reconocimiento de nuestra realidad, incluso la que se relaciona con los siglos de sujeción; aún aquella que nos obliga a compararnos con la imagen de hombre creada por occidente.
Tomando en cuenta las dos posibilidades para la creación de identidad citadas arriba, la búsqueda en el pasado remoto y el reconocimiento del legado europeo, sería quizás prudente pensar en una tercera posibilidad, aquella que nos presentara como individuos y no como proyectos. A tantos años de distancia, el interés de los intelectuales (sobre todo los decimonónicos) por el “problema” de la identidad resulta actual en el sentido de que se trataron asuntos que continúan inconclusos pero, por otro lado, me parece que el imperio del individuo fragmentado, des-centrado y globalizado ha logrado generalizar el dicho problema de identidad hasta incluir, precisamente, a todo occidente.