domingo, agosto 20, 2006

48 horas

Otra boda. Esta vez nos acomodaron en una especie de rancho desperdigado en una zona boscosa de Hidalgo. Un acontecimiento veraniego para el cual no supe emplear mis afamadas artes del buen vestir (¡ja!) y terminé enrredándome al mantel para evitar la hipotermia. El espectáculo de honrosas damas debatiéndose por el ramo fue sólo en poco superado por el danzón que bailé con mi tío. El rancho es un verdadero misterio; parece estar compitiendo directamente con Six Flags (antes Reino Aventura) ya que cuenta con "pueblo fantasma", "aldea india" y un ejercito oculto y misterioso de botargas enfiladas dentro de una bodega detrás de la alberca. Lo más curioso es que, según dicen, todo es privado... difícil de creer ¿no? Uno no podía darse abasto visual entre los esponjosos vestidos y los dromedarios, dálmatas (centenares) y la cruza de zebra con burro que corría libre entre la multitud.
Las rarezas del fin de semana culminaron con una visita a Teotihuacán..."¿porqué no? ya que estamos de paso". En el centro cúspide de la pirámide del sol, ahí donde todos ponemos nuestra mano para recargar energía, comenzó el discurso laudatorio del jefe. En esa mística actitud iniciamos el descenso, iluminados por la sacralidad del entorno... hasta que se nos mundanizó la bajadita con un chubasco y granizada que generó el pánico y el desorden entre los revitalizados visitantes del ceremonial paraje. Corrimos dejando las "huellas del pasado" atrás y aglomerándonos cual ganado para refugiarnos con la señora de las tortas y el de las chucherías coreanas.
El regreso estuvo enmarcado por la voz de mi sobrino cantando "melodía de amor" como si su existencia dependiera del volumen aplicado. En fin... todo es mejor que el Lunes.

viernes, agosto 11, 2006

vicisitudes de trayecto

Definitivamente no quepo en los asientos del camión. La distribución de mis piernas asemeja tristemente a la araña plegada tras el último espasmo después de ser rociada con vulgar mata-bichos. La mala suerte contribuye casi siempre para atraer caballeros, de anchas alforjas por glúteos, a ubicar su titánica dimensión justo en el lugar frente al mío; aún peor resulta su búsqueda de más espacio cada vez que avalanzan el respaldo, sin previa notificación, contra mis ya desarticuladas piernas. El gremio de choferes, a demás, parece haber firmado un contrato vitalicio con los fabricantes de aromas tan finos como el afamado "Sr. Vainilla" que entre otras virtudes me ocasiona un aturdimiento que casi siempre culmina en la náusea. El azar interviene también ubicándome siempre cercana a infantes menesterosos en conflicto con la puerta del WC (al cual, por cierto, dejé de entrar desde que descubrí que la probabilidad de no "acertar", considerando el movimiento arrítmico del bólido, era amplia) por lo que les resulta útil recurrir a mi fuerza bruta y conocida experiencia para gestas tan nobles como esa. La salida es otra afrenta de distinta índole ya que uno debe sortear todo tipo de nalgas --las hay esponjosas, respingadas, angulosas y, por supuesto, aquellas que no dejan pasar ni un resquicio de luz que te indique la salida; gigantescos paquetes, bolsas, cajas y demás utensilios de primera necesidad son extraídos a ritmos diversos desde las recónditas concavidades que flotan sobre los asientos... entre tanto yo espero, encorvada e intentando desdoblarme, a que mis piernas vuelvan a responder. Es mentira que uno puede acostumbrarse a todo.