De ninguna manera se llega a Despina
Las calles cenizas de Despina se manchan con la sombra inusitada del olvido. Desierto amurallado e impenetrable, su imagen de agua es obscura, ridícula y sólo duplica la infamia de lo que aquí ha acontecido. Nadie muere en Despina porque nadie hay para morir, nadie habita ni respira el aire seco de sus ventanas cerradas.
Caminan ecos sobre el pavimento en Despina, ruidos ammarrados al cemento y yeso de sus casas.
Alguna vez paró un viajante su camello para observar sorprendido la lejana silueta de Despina. Entonces los faroles encendieron constelaciones de azucar y encajes; las calles y caminos rebotaron coros de terciopelo y todos los balcones se inventaron mujeres de cabello espeso y sonrisa eterna. Mientras se construian racimos de uvas y se fabricaban enredaderas trepadoras de paredes el viajante continuó su camino sin pisar la tierra infecunda de Despina.
La brisa del mar sólo trajo polvo para pegarse en el brillo de todas las cosas. Las mujeres se secaron sonrientes bajo los techos, aún batían pestañas y agitaban un saludo cada vez más repugnante. Su piel se acartonaba con cada minuto de silencio y todo el verde que levantó el suelo, antes ilusionado en la espera, se fermentó en veneno paralizante. Las ventanas, los caminos, las paredes antes blancas, se hicieron una sóla sombra, una sola espera desgastada.
A Despina se llega con los ojos cerrados y con mentiras. Todos los señalamientos llevan a Despina pero sólo puede entrar aquel quien no los haya seguido. Así la suerte de una ciudad parasitada por la indiferencia, al final es facil encontrar muchas ciudades como esta no hay nada especial en Despina, nada distinto, nada nuevo y nada que invite a quedarse.